Rosa Montero
Todos sabéis quién es. Rosa tiene un espacio propio en nuestra Lenguaweb y en clase, además, tenemos varios libros suyos:
Las barbaridades de Bárbara
El viaje fantástico de Bárbara
Barbara y el doctor colmillos
El nido de los sueños.
Rosa Montero es una de las más conocidas escritoras españolas. Sus libros han sido traducidos a 20 idiomas. Es autora de libros como Temblor, La hija del caníbal, Te trataré como una reina, La loca de la casa, Historia del Rey Transparente, o Instrucciones para salvar el mundo.
Rosa Montero nació en Madrid en enero de 1951. Es escritora y periodista. Trabaja desde hace muchos años en el periódico el País y fue la primera mujer que ejerció de directora de el País Semanal. Para saber más de su vida visita su PÁGINA OFICIAL
Hace dos años tuvimos la suerte de tener a Rosa Montero en el Ventura, hablando con los alumnos y alumnas de su vida y de sus libros. Aquí podéis ver las FOTOS del encuentro.
Unos días después de visitar nuestro colegio, Rosa estuvo como jurado en la entrega de unos premios organizados por Santillana. Allí habló de la educación, de los maestros y también del Ventura. Aquí están sus palabras, las mejores palabras para despedir un año y comenzar con ilusión, alegría y entusiasmo el Nuevo Año 2013.
La tenacidad de la estalagmita
Rosa Montero
No tengo hijos
y ya soy muy mayor, lo que quiere decir que mi única relación con el sistema
educativo se remonta a un tiempo ya remoto, a mi propia niñez y mi
adolescencia. Y ni siquiera entonces tuve un trato muy normal, porque una
enfermedad me impidió ir al colegio de pequeña, y cuando me escolaricé, ya con
diez años, hice todos mis estudios en un instituto público que, en los tiempos
del franquismo, era una especie de masificado almacén para niñas, con más de
noventa estudiantes por aula, alumnas gamberras que reptaban hasta la estufa de
carbón y le metían trapos mojados para que humeara y nos desalojasen, y
profesores ancianísimos y más quemados que el café torrefacto que odiaban dar
clase y nos detestaban de manera unánime. Parece que estoy hablando de una
época antiquísima y en cierta medida así es, porque este país ha evolucionado
tanto en las últimas décadas que se diría que hemos hecho un trayecto temporal
mucho mayor del que marcan los calendarios. Y una de las cosas que más ha
cambiado, precisamente, es el sistema educativo. En aquel instituto de mi
infancia no había biblioteca, el polvoriento laboratorio estaba siempre
cerrado, no se hacían actividades extra-académicas. Pero, sobre todo, no existía
esa relación extraordinaria y única entre profesor y alumno. Entonces no me
daba cuenta, pero luego, de mayor, he lamentado esa ausencia, la falta de un
maestro y un mentor, he echado mucho de
menos el consejo de esos guías que te facilitan la entrada en el mundo.
En cuanto a lo de no tener hijos,
verdaderamente esto me ha alejado mucho de las peripecias educativas de todos
estos años y de los abundantes cambios de planes. Ni siquiera sé a qué edad
corresponden los distintos niveles, de modo que, cuando me llaman para ir a dar
una charla a un colegio o un instituto y me dicen, por ejemplo, que son alumnos
de sexto, siempre tengo que preguntar los años que tienen, una muestra de
ignorancia supina que suele desconcertar a los profesores. Y con todo este largo
prólogo lo que quiero señalar es que la educación no es uno de mis temas, como solemos decir los
periodistas. No es una de esas materias que uno sigue y estudia y analiza a lo
largo del tiempo, y de la que termina por tener ciertas ideas propias. Total,
que no sé nada sobre educación, pero heme aquí teniendo que soltar unas
palabras pseudomagistrales en un concurso de experiencias educativas delante de
centenares de profesores que saben todos sobre el tema infinitamente más que
yo. Uno termina haciendo cosas raras en la vida, y más en esta vida en la que
es muy común que los novelistas o los actores o ese vago colectivo al que
denominan “gente de la cultura” se dedique a opinar públicamente sobre
cualquier asunto imaginable, desde la
tensión política en Kirziguistán
a las perspectivas de la fusión nuclear. Algo improvisarás, te dicen
cuando te piden que hables de ello. Y es verdad: al final, todos improvisamos.
Eso es lo malo.
De manera que, ¿qué imagen es la que
tengo sobre el sistema educativo actual en España, qué es lo que le llega a un
ciudadano medio de este país sin especiales relaciones con el sector? Me temo
que, en general, no son buenas noticias. De lo que más se habla en los medios
es de que hay una crisis educativa fenomenal; de que los resultados de nuestros
alumnos son de los más bajos de toda Europa y de que el fracaso escolar es
elevadísimo. Se habla de las diferencias de contenido por autonomías, de
manipulaciones y de confrontaciones. Por no mencionar la reciente guerra en
torno a la asignatura de Educación Cívica. El paisaje que se dibuja en la
opinión pública, en fin, es confuso, azaroso y crispado. Para unos los
educadores son unos vagos de siete suelas que tienen unas vacaciones
larguísimas y que no se ocupan como deben de los niños, y para otros son
víctimas de un sistema absurdo, profesionales mal pagados a los que además se
ha arrebatado todo respeto y todo prestigio, de manera que a menudo son
maltratados y aterrorizados tanto por sus alumnos como por los familiares de
esos alumnos. Y algo de esto último sin duda está pasando. Ayer mismo salió en la prensa la noticia de que un
tribunal de Málaga había condenado a un año de cárcel a la madre de un alumno
que le había pegado un bofetón a la profesora de su hijo. En fin, un panorama
agobiante.
Pero antes dije que no tengo ninguna
relación con el mundo de la enseñanza y no es del todo verdad. Lo cierto es que
llevo años acudiendo a colegios e institutos de toda España para charlar con
los alumnos sobre mis libros. Y eso me ha permitido hacer un descubrimiento
interesante, a saber: no hay dos centros educativos iguales. Por ejemplo,
puedes ir en el mismo semestre a hablar con chicos del mismo curso en dos
colegios públicos, los dos de barriadas de composición social parecida, y a lo mejor
las experiencias son tan distintas como si estuvieran en diferentes planetas. Y
así, en algunos centros te encuentras ante un salón abarrotado a partes iguales
de alumnos somnolientos y de gamberros, y mientras unos duermen y roncan
plácidamente en su asiento, otros se dedican a chismorrear sonoramente o a
pelearse, de manera que el ruido resultante es tal que los diez alumnos
interesados que siempre hay, esos pobres chicos y chicas de cerebro ávido que
por fortuna crecen como setas hasta en el terreno peor abonado; esos alumnos
interesados, digo, se las ven y se las desean para poder oírte. Pero luego,
mágicamente, al mes siguiente acudes a otro colegio y te encuentras a un
centenar de niños callados y expectantes, ansiosos de escuchar y de saber, inteligentes
, receptivos y abiertos. Niños que, después, plantearán montones de preguntas,
todas interesantes y todas verdaderas, es decir, cuestiones que de verdad les
interesa saber. ¿Y qué es lo que ha sucedido entre un centro y otro? ¿Cómo es
posible que haya una distancia tan gigantesca?
La diferencia, en fin, radica en la
pasión de los profesores por su trabajo. La vocación, la entrega, la inmensa
creatividad, la imaginación y el mimo que le echan. En primer lugar, las
audiencias de dormilones y chillones suelen ser audiencias cautivas, alumnos a
los que se obliga a asistir. Mientras que los encuentros que funcionan mejor
son los que tienen la asistencia libre. Ah, pero qué enorme riesgo supone eso…
Cuánto hay trabajar durante todo el curso, día tras día y año tras año, para
inocular en la cabeza de los niños la curiosidad intelectual, el gusto por
leer, por escuchar y preguntar. Cuánto conocimiento de tus alumnos y cuánta
confianza has de tener en ellos para suponer que llenarán una sala por su propia
voluntad. Es algo prodigioso, y estoy convencida de que la diferencia que
advierto en esos actos público entre un colegio y otro es un fino termómetro de
la diferencia en la calidad de la enseñanza.
¿Y por qué funcionan mal las charlas
que funcionan mal? Quien sabe. Porque no todos los educadores son buenos en su
oficio, eso es evidente. Aunque seguramente también habrá allí buenos
profesores, pero quizá estén aplastados por una dirección burocrática y
cansina. O tal vez se hayan rendido, tal vez hayan tirado la toalla y ya no se
sigan peleando por cambiar el mundo. Porque me parece que, para ser un buen
educador, hace falta muchísima energía, pero sobre todo muchísima esperanza. Fe
y esperanza en la capacidad de influir para bien en el alumno, en la posibilidad
de moldearlo, de despertar sus aptitudes dormidas, de entenderlo, de
acompañarlo en ese desasosegante tránsito por la vida que es la infancia y la
adolescencia, que la verdad es que no sé
por qué están tan mitificadas, porque suelen ser etapas confusas y dolorosas.
Fe y esperanza, en fin, en la posibilidad real de comunicarnos y de poder
traspasar nuestros conocimientos. Y, además,
hay que tener suficiente resistencia y energía como para renovar año
tras año el mismo entusiasmo por el trabajo. Un empeño tenaz, como de
estalactita. Me parece dificilísimo, me parece casi imposible, repetir las
mismas materias, cumplir el mismo plan de estudios una y otra vez, y, sin
embargo, ser capaz de explicarlas como si fueran nuevas. Ser capaz de aprender
algo en cada curso. En el ultimo mes acabo de tener dos experiencias
formidables en este sentido. Una fue en Segorbe, en donde hablé con los alumnos
de dos institutos cuyos nombres por desgracia ahora no recuerdo; la otra ha
sido hace una semana en el colegio público
Ventura Rodríguez de Ciempozuelos. Ambos
encuentros, cada uno a su nivel, con la diferencia de edad de los alumnos (los
primeros, entre 16 y 18 años; los segundos, entre 10 y 12), me dejaron atónita
por su enorme nivel. Todos los chicos parecían tan inteligentes, estaban tan
interesados, tan motivados…. Y sus incisivas y espontáneas preguntas fueron
mucho más agudas y atinadas que las que te plantean los colegas periodistas en
una rueda de prensa.
Si he citado ambos actos aquí porque creo que los profesores que
estuvieron detrás se lo merecen. ¡Qué inmenso trabajo se adivina ahí debajo! Un
esfuerzo constante, amoroso y callado. Por eso me gustan estos premios, porque
están ideados para fomentar esa silenciosa entrega, esa proeza que consiste en
creer que todo ser humano lleva una luz dentro de sí, y en ponerse a buscarla,
y en encenderla. Generaciones y generaciones de hombres y mujeres han sido
mejores y más felices gracias a que encontraron en algún momento el modesto y
buen maestro que les guió. Saber que están ahí, que estáis ahí, es un alivio.
Muchas gracias por perseverar y no rendiros.
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