lunes, 24 de diciembre de 2012

Hace tiempo que no actualizamos este blog. Y para hacerlo, vamos a hablar de

Rosa Montero




Todos sabéis quién es. Rosa tiene un espacio propio en nuestra Lenguaweb y en clase, además,  tenemos varios libros suyos:

Las barbaridades de Bárbara
El viaje fantástico de Bárbara
Barbara y el doctor colmillos
El nido de los sueños.

Rosa Montero es una de las más conocidas escritoras españolas. Sus libros han sido traducidos a 20 idiomas. Es autora de libros como Temblor, La hija del caníbal, Te trataré como una reina, La loca de la casa, Historia del Rey Transparente, o Instrucciones para salvar el mundo. 

Rosa Montero nació en Madrid en enero de 1951. Es escritora y periodista. Trabaja desde hace muchos años en el periódico el País y fue la primera mujer que ejerció de directora de el País Semanal.  Para saber más de su vida visita su PÁGINA OFICIAL 

 Hace dos años tuvimos la suerte de tener a Rosa Montero en el Ventura, hablando con los alumnos y alumnas de su vida y de sus libros. Aquí podéis ver las FOTOS  del encuentro.

Unos días después de visitar nuestro colegio, Rosa estuvo como jurado en la entrega de unos premios organizados por Santillana. Allí habló de la educación, de los maestros y también del Ventura.  Aquí están sus palabras, las mejores palabras para despedir un año y comenzar con ilusión, alegría y entusiasmo el Nuevo Año 2013.  



La tenacidad de la estalagmita


Rosa Montero



No tengo hijos y ya soy muy mayor, lo que quiere decir que mi única relación con el sistema educativo se remonta a un tiempo ya remoto, a mi propia niñez y mi adolescencia. Y ni siquiera entonces tuve un trato muy normal, porque una enfermedad me impidió ir al colegio de pequeña, y cuando me escolaricé, ya con diez años, hice todos mis estudios en un instituto público que, en los tiempos del franquismo, era una especie de masificado almacén para niñas, con más de noventa estudiantes por aula, alumnas gamberras que reptaban hasta la estufa de carbón y le metían trapos mojados para que humeara y nos desalojasen, y profesores ancianísimos y más quemados que el café torrefacto que odiaban dar clase y nos detestaban de manera unánime. Parece que estoy hablando de una época antiquísima y en cierta medida así es, porque este país ha evolucionado tanto en las últimas décadas que se diría que hemos hecho un trayecto temporal mucho mayor del que marcan los calendarios. Y una de las cosas que más ha cambiado, precisamente, es el sistema educativo. En aquel instituto de mi infancia no había biblioteca, el polvoriento laboratorio estaba siempre cerrado, no se hacían actividades extra-académicas. Pero, sobre todo, no existía esa relación extraordinaria y única entre profesor y alumno. Entonces no me daba cuenta, pero luego, de mayor, he lamentado esa ausencia, la falta de un maestro y un mentor, he echado  mucho de menos el consejo de esos guías que te facilitan la entrada en el mundo.
         En cuanto a lo de no tener hijos, verdaderamente esto me ha alejado mucho de las peripecias educativas de todos estos años y de los abundantes cambios de planes. Ni siquiera sé a qué edad corresponden los distintos niveles, de modo que, cuando me llaman para ir a dar una charla a un colegio o un instituto y me dicen, por ejemplo, que son alumnos de sexto, siempre tengo que preguntar los años que tienen, una muestra de ignorancia supina que suele desconcertar a los profesores. Y con todo este largo prólogo lo que quiero señalar es que la educación no es uno de mis temas, como solemos decir los periodistas. No es una de esas materias que uno sigue y estudia y analiza a lo largo del tiempo, y de la que termina por tener ciertas ideas propias. Total, que no sé nada sobre educación, pero heme aquí teniendo que soltar unas palabras pseudomagistrales en un concurso de experiencias educativas delante de centenares de profesores que saben todos sobre el tema infinitamente más que yo. Uno termina haciendo cosas raras en la vida, y más en esta vida en la que es muy común que los novelistas o los actores o ese vago colectivo al que denominan “gente de la cultura” se dedique a opinar públicamente sobre cualquier asunto imaginable, desde la  tensión política en Kirziguistán  a las perspectivas de la fusión nuclear. Algo improvisarás, te dicen cuando te piden que hables de ello. Y es verdad: al final, todos improvisamos. Eso es lo malo.
         De manera que, ¿qué imagen es la que tengo sobre el sistema educativo actual en España, qué es lo que le llega a un ciudadano medio de este país sin especiales relaciones con el sector? Me temo que, en general, no son buenas noticias. De lo que más se habla en los medios es de que hay una crisis educativa fenomenal; de que los resultados de nuestros alumnos son de los más bajos de toda Europa y de que el fracaso escolar es elevadísimo. Se habla de las diferencias de contenido por autonomías, de manipulaciones y de confrontaciones. Por no mencionar la reciente guerra en torno a la asignatura de Educación Cívica. El paisaje que se dibuja en la opinión pública, en fin, es confuso, azaroso y crispado. Para unos los educadores son unos vagos de siete suelas que tienen unas vacaciones larguísimas y que no se ocupan como deben de los niños, y para otros son víctimas de un sistema absurdo, profesionales mal pagados a los que además se ha arrebatado todo respeto y todo prestigio, de manera que a menudo son maltratados y aterrorizados tanto por sus alumnos como por los familiares de esos alumnos. Y algo de esto último sin duda está pasando. Ayer mismo  salió en la prensa la noticia de que un tribunal de Málaga había condenado a un año de cárcel a la madre de un alumno que le había pegado un bofetón a la profesora de su hijo. En fin, un panorama agobiante.
         Pero antes dije que no tengo ninguna relación con el mundo de la enseñanza y no es del todo verdad. Lo cierto es que llevo años acudiendo a colegios e institutos de toda España para charlar con los alumnos sobre mis libros. Y eso me ha permitido hacer un descubrimiento interesante, a saber: no hay dos centros educativos iguales. Por ejemplo, puedes ir en el mismo semestre a hablar con chicos del mismo curso en dos colegios públicos, los dos de barriadas de composición social parecida, y a lo mejor las experiencias son tan distintas como si estuvieran en diferentes planetas. Y así, en algunos centros te encuentras ante un salón abarrotado a partes iguales de alumnos somnolientos y de gamberros, y mientras unos duermen y roncan plácidamente en su asiento, otros se dedican a chismorrear sonoramente o a pelearse, de manera que el ruido resultante es tal que los diez alumnos interesados que siempre hay, esos pobres chicos y chicas de cerebro ávido que por fortuna crecen como setas hasta en el terreno peor abonado; esos alumnos interesados, digo, se las ven y se las desean para poder oírte. Pero luego, mágicamente, al mes siguiente acudes a otro colegio y te encuentras a un centenar de niños callados y expectantes, ansiosos de escuchar y de saber, inteligentes , receptivos y abiertos. Niños que, después, plantearán montones de preguntas, todas interesantes y todas verdaderas, es decir, cuestiones que de verdad les interesa saber. ¿Y qué es lo que ha sucedido entre un centro y otro? ¿Cómo es posible que haya una distancia tan gigantesca?
         La diferencia, en fin, radica en la pasión de los profesores por su trabajo. La vocación, la entrega, la inmensa creatividad, la imaginación y el mimo que le echan. En primer lugar, las audiencias de dormilones y chillones suelen ser audiencias cautivas, alumnos a los que se obliga a asistir. Mientras que los encuentros que funcionan mejor son los que tienen la asistencia libre. Ah, pero qué enorme riesgo supone eso… Cuánto hay trabajar durante todo el curso, día tras día y año tras año, para inocular en la cabeza de los niños la curiosidad intelectual, el gusto por leer, por escuchar y preguntar. Cuánto conocimiento de tus alumnos y cuánta confianza has de tener en ellos para suponer que llenarán una sala por su propia voluntad. Es algo prodigioso, y estoy convencida de que la diferencia que advierto en esos actos público entre un colegio y otro es un fino termómetro de la diferencia en la calidad de la enseñanza.
         ¿Y por qué funcionan mal las charlas que funcionan mal? Quien sabe. Porque no todos los educadores son buenos en su oficio, eso es evidente. Aunque seguramente también habrá allí buenos profesores, pero quizá estén aplastados por una dirección burocrática y cansina. O tal vez se hayan rendido, tal vez hayan tirado la toalla y ya no se sigan peleando por cambiar el mundo. Porque me parece que, para ser un buen educador, hace falta muchísima energía, pero sobre todo muchísima esperanza. Fe y esperanza en la capacidad de influir para bien en el alumno, en la posibilidad de moldearlo, de despertar sus aptitudes dormidas, de entenderlo, de acompañarlo en ese desasosegante tránsito por la vida que es la infancia y la adolescencia, que la verdad es que  no sé por qué están tan mitificadas, porque suelen ser etapas confusas y dolorosas. Fe y esperanza, en fin, en la posibilidad real de comunicarnos y de poder traspasar nuestros conocimientos. Y, además,  hay que tener suficiente resistencia y energía como para renovar año tras año el mismo entusiasmo por el trabajo. Un empeño tenaz, como de estalactita. Me parece dificilísimo, me parece casi imposible, repetir las mismas materias, cumplir el mismo plan de estudios una y otra vez, y, sin embargo, ser capaz de explicarlas como si fueran nuevas. Ser capaz de aprender algo en cada curso. En el ultimo mes acabo de tener dos experiencias formidables en este sentido. Una fue en Segorbe, en donde hablé con los alumnos de dos institutos cuyos nombres por desgracia ahora no recuerdo; la otra ha sido hace una semana en el colegio  público Ventura Rodríguez de Ciempozuelos.  Ambos encuentros, cada uno a su nivel, con la diferencia de edad de los alumnos (los primeros, entre 16 y 18 años; los segundos, entre 10 y 12), me dejaron atónita por su enorme nivel. Todos los chicos parecían tan inteligentes, estaban tan interesados, tan motivados…. Y sus incisivas y espontáneas preguntas fueron mucho más agudas y atinadas que las que te plantean los colegas periodistas en una rueda de prensa.
Si he citado ambos actos aquí porque creo que los profesores que estuvieron detrás se lo merecen. ¡Qué inmenso trabajo se adivina ahí debajo! Un esfuerzo constante, amoroso y callado. Por eso me gustan estos premios, porque están ideados para fomentar esa silenciosa entrega, esa proeza que consiste en creer que todo ser humano lleva una luz dentro de sí, y en ponerse a buscarla, y en encenderla. Generaciones y generaciones de hombres y mujeres han sido mejores y más felices gracias a que encontraron en algún momento el modesto y buen maestro que les guió. Saber que están ahí, que estáis ahí, es un alivio. Muchas gracias por perseverar y no rendiros.